Nuevos criterios de evaluación en la escuela: buenismo, vaguedad y contradicciones
Ambas decisiones podían preverse atendiendo al texto de la LOMLOE y, también, a algunas declaraciones de la anterior ministra de Educación, Isabel Celaá, especialmente desde que la pandemia alteró el normal desarrollo de las clases: por ejemplo, cuando animó a los profesores a dejar la repetición para casos “muy excepcionales”, a dar más importancia “a lo formativo que a lo académico” y a evaluar de forma que nadie “saliera perjudicado”. De igual forma, algunas intervenciones recientes de Pilar Alegría, la actual titular de la cartera, hacían presagiar el “espíritu” del texto recién publicado, que para algunos continua en la línea buenista marcada por su predecesora.
Este espíritu se expresa más en el preámbulo que en el propio articulado y se puede resumir en una frase del primer párrafo que afirma que la intención del nuevo decreto es “aumentar las posibilidades educativas y formativas de toda la población”.
A juzgar por lo que se estipula más adelante, este objetivo pasa por rebajar la altura de los muros que muchos estudiantes españoles no están siendo capaces de superar, y así reducir las elevadas tasas de repetición, fracaso escolar y abandono temprano que provocan el sonrojo de las autoridades educativas cada vez que se publica un informe internacional. El debate está en si en aras de este deseo se está sacrificando la exigencia, como piensan algunos, o si, como opinan otros, el texto sirve para deshacerse de un rigorismo y un academicismo que entorpecen el fin global de la educación.
Adiós a la “segunda oportunidad”
Tres son los cambios concretos que introduce el nuevo decreto respecto a las anteriores leyes educativas en cuanto a evaluación y promoción: desaparecen los llamados “exámenes de septiembre” (la convocatoria extraordinaria que muchas comunidades autónomas han adelantado a finales de junio), el número de asignaturas suspensas deja de ser un elemento determinante por sí mismo para decidir si un alumno pasa de curso, y se facilita la obtención de los títulos de Secundaria y Bachillerato (podrá obtenerse con una asignatura suspensa).
Suprimir los exámenes extraordinarios implica adoptar la evaluación continua, método directamente relación con el aprendizaje por competencias
Respecto a la eliminación de la convocatoria extraordinaria (salvo en Bachillerato), el texto no da una fundamentación; de hecho, la supresión de estos exámenes no se anuncia directamente, sino que hay que deducirla de una disposición transitoria al final del documento, que dice que “las actas de evaluación de los diferentes cursos de Educación Primaria y Secundaria Obligatoria se cerrarán al término del período lectivo ordinario”. Fuentes del gobierno y algunas organizaciones de profesores habían manifestado previamente que no tenía sentido pretender que el alumno recuperara en unas semanas o dos meses (según la fecha de la convocatoria extraordinaria) lo que no había aprendido en los nueve anteriores.
Este argumento puede tener su lógica. Pero, a no ser que lo que se pretenda sea esconder los suspensos debajo de la alfombra y mirar para otro lado, la desaparición de los exámenes extraordinarios implica la obligación de adoptar la llamada evaluación continua, recomendada ya por las anteriores leyes educativas.
El galimatías de la evaluación continua
El problema es que se trata de un término un tanto vago. Si se trata de no valorar únicamente los exámenes, ya la Ley General de Educación de 1970 señalaba que en el proceso educativo “se evitará la subordinación del mismo al éxito en los exámenes”. De hecho, no creo que haya profesor de colegio o instituto que no tenga en cuenta la actitud y el esfuerzo de los estudiantes en la nota. Sin embargo, los teóricos de la evaluación continua no consideran que esto sea suficiente. Tampoco basta con aumentar el número de pruebas para que los alumnos no se jueguen su suerte en un solo examen. Eso –señalan tales teóricos– solo llevaría a multiplicar un tipo de evaluación “sumativa”, opuesta a la ideal evaluación formativa, que sería la continua.
Entonces, ¿qué implica esta evaluación? Además de lo anterior, se trataría de organizar el currículo de cada asignatura como una gradación de competencias –no conocimientos, propiamente–, de forma que cada avance se construya sobre el anterior y, por tanto, no sea necesaria una prueba final sobre todo el curso, puesto que aprobar el último examen ya indicaría la adquisición de las destrezas necesarias. Por otra parte, las evaluaciones intermedias tendrían un carácter formativo: además de asegurar que el estudiante ha completado tal o cual competencia, servirían para examinar el propio proceso de aprendizaje y la metodología empleada, con lo que el profesor iría recalibrando la enseñanza según los datos obtenidos y ajustándola al estadio de aprendizaje de cada alumno.
Así pues, el concepto de formación continua está directamente relacionado con el de aprendizaje por competencias (saber hacer, más que saber un contenido) y con la personalización de la enseñanza. Lo último es una aspiración fantástica sobre el papel, pero, tanto si se evalúan conocimientos como destrezas, al final habrá que exigir a todos los estudiantes un mínimo común, con lo que la personalización queda reducida a los diferentes procesos para llegar a una misma meta. Ahora bien, en la realidad del aula no es sencillo –quizás, tampoco aconsejable– impartir clase según 20 o 30 ritmos distintos.
El enfoque competencial
En cuanto al aprendizaje por competencias, lo cierto es que con frecuencia se concibe como opuesto a la transmisión de unos conocimientos teóricos: el famoso tópico de “¿Para qué aprender algo si lo puedo buscar en Wikipedia?”. Pero detrás de esta frase hay dos errores: ni aprender unos contenidos implica memorizarlos palabra por palabra, ni todas las asignaturas pueden diseñarse como un plano inclinado de destrezas. Quizás esto funciona bien en Matemáticas o idiomas, pero no tanto en Biología, Historia o Literatura.
Por otra parte, detrás del enfoque competencial a veces late una concepción puramente instrumental y cortoplacista del saber, típica de la llamada “pedagogía progresista” que, pese a su nombre, adopta posturas típicamente pragmáticas y mercantilistas: el conocimiento no vale por sí mismo, sino por lo que permite hacer o los puestos de trabajo para los que faculta.
Confianza teórica, desconfianza real
Aparte de la evaluación continua y las competencias, el otro leitmotiv del nuevo decreto es la confianza en el claustro de profesores para que decidan, de forma colegiada, si un alumno debe pasar de curso o no, más allá del número de asignaturas suspensas. Tampoco esto es algo completamente nuevo. Ya las anteriores leyes establecían que, en Primaria, ha de ser el conjunto de docentes quien valore el rendimiento global del alumno. En Secundaria sí se permitía que cada profesor aplicara sus propios criterios en su asignatura. Esto también se admite ahora, aunque se señala que el estándar básico han de ser las famosas competencias y objetivos de cada etapa.
El decreto ordena medidas de refuerzo para los alumnos que se quedan atrás, pero sin contratar más profesores ni pagar más a los que ya ejercen
En cualquier caso, esa teórica confianza en “el profesorado” enmascara una desconfianza en el profesor particular, ya que se entiende que este no es capaz de valorar suficientemente el desempeño del estudiante. Por otro lado, el estrecho límite al que se reduce la repetición (solo una vez en Primaria – en 2.º, 4.º y 6.º– y dos como mucho en toda la educación obligatoria) también contradice esa supuesta confianza en los docentes y el objetivo de personalizar el aprendizaje. ¿Y si el conjunto de profesores considera que a un estudiante en concreto le viene bien repetir en 3.º o en 5.º?
Medidas de refuerzo para el que se queda atrás
El aspecto más positivo del texto está en las medidas de refuerzo para ayudar al alumno que se queda atrás, especialmente si ha repetido. Ya se recomendaban en anteriores leyes, pero aquí destaca el énfasis.
No obstante, una vez más esta declaración teórica adolece de problemas prácticos. El primero es que la Disposición adicional única estipula que “la aplicación de las medidas incluidas en este real decreto no podrá suponer incremento de dotaciones ni de retribuciones ni de otros gastos de personal”. Es decir, el texto pide aumentar el apoyo a los estudiantes, pero sin destinar más recursos.
Por otra parte, el afán por ayudar al que no llega al nivel supone, en algunos casos, igualar lo que no es igual. Por ejemplo, con el nuevo decreto, los alumnos de FP Básica, que cursan unos estudios diferentes a los de los otros estudiantes de Secundaria, recibirán ahora al terminar el mismo título. Lo mismo sucederá con los matriculados en Diversificación curricular: al contrario que hasta ahora, no habrá en su título una indicación sobre su diferente –y más asequible– itinerario.
Una vez más, se trata de “aumentar las posibilidades educativas y formativas de toda la población”, pero a costa de confundir lo que de hecho es distinto. Además, si estos programas conducen al mismo título es porque se supone que permiten desarrollar las mismas competencias que el ordinario. Pero, entonces, ¿no sobraría del currículum de este una gran parte de contenido?
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