Amanda: madres coraje contra la “ley trans”


El pasado sábado 8 de octubre, en la sede del Ilustre Colegio de Médicos de Madrid, tuvo lugar la presentación de la Agrupación de Madres de Adolescentes y Niñas con Disforia Acelerada (Amanda), una asociación de padres y madres de niños que se autodeclaran transexuales que, en solo un año de vida, se ha convertido en la oposición más contundente a la multipublicitada y anunciada “ley trans” que el Ministerio de Igualdad español acaba de llevar al Congreso. Después de la presentación, centenares de personas se concentraron en la plaza del Museo Reina Sofía para pedir a los políticos que les escuchen antes de seguir adelante con la ley.

La historia de Amanda es un ejemplo del poder de la sociedad civil cuando lucha por sus derechos y, en primer lugar, por los de los más cercanos, los de sus propios hijos. Y, en ese sentido, es una historia sumamente esperanzadora, aunque esté sembrada de lágrimas –otra vez las de las madres en una plaza– y tenga enfrente –también otra vez y como casi siempre– un poder mucho mayor que ellas.

Pero, aunque conscientes de que quizás no ganen la batalla y la “ley trans” salga adelante, la realidad es que, en poco más de un año, estas madres coraje han conseguido abrir un debate hasta hace poco silenciado y han logrado también el apoyo de una parte de la comunidad científica y educativa, hasta ahora casi mudas por el miedo a ser acusadas de transfobia. Y eso que estas madres también experimentaron ese mismo miedo. Porque esta historia comienza con miedo o, mejor dicho, con una suma de miedos.

8 madres y varios miedos

Amanda nació hace ahora un año. Juan Soto Ivars narró con detalle su origen: el tuit atemorizado de una madre ante una hija que quería ser niño lanzado como desahogo a las redes, la contestación contundente de una diputada sugiriendo que debían quitarle la custodia, la viralización del debate y, como resultado, ocho madres que comparten su experiencia: aunque los políticos y los psicólogos les insistan en que sus hijos son trans, ellas –que los han parido– están convencidas de que no lo son o, al menos, quieren ser prudentes y tomarse el tema con más calma. No están dispuestas a que sus hijos –niñas casi todas– pasen por el quirófano y tomen decisiones irreversibles a una edad –la adolescencia– que se caracteriza, precisamente, por la volubilidad.

Las primeras acciones de Amanda en las redes sociales –en octubre del 2021– reflejan bien el estado de este grupo de madres. Se han conocido en las redes después del virulento y viral ataque –bendita viralidad, dicen ahora– que las ha tachado de ser brujas tránsfobas.  Hasta entonces se sentían y sufrían solas por no compartir el relato dominante que les animaba a afianzar la decisión de sus hijos para evitarles más sufrimientos. La famosa terapia afirmativa. Ahora, a partir de ese aquelarre en la plaza pública de Twitter, saben que no están solas. Cuentan sus historias en tuits hilados sin dar nombres ni datos, escondidas en el anonimato, en parte para evitar más escraches pero, sobre todo, para impedir que sus hijas terminen de renegar de sus madres porque lo que sufren en sus casas –y narran también en las redes– es una auténtica batalla campal.

La cuestión es que estas madres coraje que, en algún momento se plantearon ceder y llegaron incluso a utilizar los pronombres que sus hijas les pedían, ahora están dispuestas a no rendirse y, si hace falta, a morir matando. En medio de una sociedad light alérgica a la autoridad, están convencidas de que el mayor bien que les pueden hacer a sus hijas –a las que quieren con locura, mucho más de lo que puede quererlas cualquier ministerio– es mantenerse firmes, resistir y esperar a que escampe. Porque, además, ahora que ya no son ocho, sino dieciocho, sesenta y ocho u ochenta madres, van comprobando que, la mayoría de las veces, escampa. Que sus hijos lo que tienen, casi siempre, no se llama disforia sino autismo, depresión, anorexia o simplemente adolescencia y que se pasa con el tiempo, con cariño… o con terapia o con medicación o con todo junto… pero sin necesidad de bisturí ni de hormonas.

300 familias y el apoyo del Colegio de Médicos

La valentía se contagia y estas ocho madres, que ahora ya son ochenta, empiezan a recibir el apoyo de otros colectivos y asociaciones. Muy diversos y variopintos. Algunas de estas asociaciones, la mayoría de corte feminista, acompañaron a la agrupación Amanda en su presentación. Estaban las sanitarias feministas, la red de psicología Casandra, la asociación contra el borrado de las mujeres o las docentes feministas por la coeducación. Aunque los objetivos de estas asociaciones son muy diferentes y operan en campos distintos, coinciden en su rechazo sin paliativos de la “ley trans”.

Además de estos apoyos, la agrupación Amanda –que en la actualidad reúne a más de 300 familias– contó el pasado sábado 8 de octubre con un importante espaldarazo. El apoyo explícito del Colegio de Médicos y el contundente discurso de Celso Arango, jefe de psiquiatría del Hospital Gregorio Marañón, que no tuvo ningún reparo en acusar a la “ley trans” de ser una locura y de demostrar, a través de su experiencia profesional, una de las ideas que más repiten las madres de Amanda: que la expansión exponencial de la disforia de género de inicio rápido (que es la que sufren la mayoría de los adolescentes) no es fruto de la liberación de un tabú, como sostienen algunos políticos, sino un claro ejemplo de contagio social. Un contagio social multiplicado por la acción de las redes sociales y el constante activismo de los colectivos LGTBI que impele a los jóvenes a tomar decisiones drásticas en su propio cuerpo. Unas decisiones muchas veces irreversibles.

Prudencia

Cuando se habla con las portavoces de Amanda sorprende su ecuanimidad y lo sensato de su defensa. La mayoría se consideran feministas, han educado a sus hijos en la igualdad y no tienen nada en contra de las personas transexuales. Ni siquiera niegan la disforia de género. Simplemente no quieren que la ideología malogre la felicidad ni la salud de sus hijos. Simplemente piden a los políticos responsabilidad para no hacer experimentos con los niños. Y a los psicólogos que sean serios en sus diagnósticos. Y a los educadores que no encasillen a una niña que le guste el fútbol o a un niño que baile ballet, que para algo estamos en la segunda década del siglo XXI. Y a los medios de comunicación les piden rigor, para informar sin relatos precocinados ni eslogan ideológicos.

Y a los unos y a los otros, y a la sociedad en general, le piden dos cosas: en primer lugar, que escuchen a los padres y madres de los niños trans, que cuenten con ellos a la hora de elaborar las leyes que van a afectarles. Y, en segundo lugar, piden prudencia. Que las prisas no son buenas. Ni para legislar y, mucho menos, para hormonar o mutilar.

Son dos peticiones sensatas. Dos peticiones al margen de partidos e ideologías políticas. Dos peticiones que nacen del sentido común, de la experiencia y del cariño hacia los hijos. Y, por eso, en un solo año, esta pequeña agrupación se ha convertido en la peor pesadilla de una ley que se prometía un paseo triunfal coronado de elogios y laureles. Y va a ser que no. Porque, lo dicho, pueden perder la batalla, pero no están muy dispuestas a perder la guerra. O al menos, sin defenderse o, mejor dicho, sin defender a sus hijos. Otra vez, las madres, a la plaza.

Ana Sánchez de la Nieta
@AnaSanchezNieta

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