El laberinto del “malestar masculino”.


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Para parte del discurso público, la idea de que ser hombre representa un privilegio social se considera tan evidente que no merece la pena discutirla. El movimiento woke, en particular, ha hecho de ella una de sus tesis fundacionales. Sin embargo, cada vez más voces se atreven a cuestionarla, también dentro de la izquierda. ¿Y si ocurriera exactamente lo contrario; es decir, que los hombres son ahora el sexo en desventaja, al menos en algunos ámbitos?

Algunos datos parecen evidenciarlo: los varones fracasan en la escuela mucho más que las chicas, acceden a la universidad en menor proporción y se gradúan menos, están abandonando el mercado laboral en mayor número, consumen más drogas, se suicidan más, tienen mayor tasa de criminalidad y menos amigos, pierden más el tiempo en las pantallas, se quedan fuera de la crianza de los hijos en cada vez más casos.

Ante este panorama, se agradece que haya voces en el discurso público que, en primer lugar, señalen la gravedad del problema y, además, propongan formas de arreglarlo que partan desde una imagen no patologizada de la masculinidad.

Un libro valiente

A finales de 2022, Richard Reeves –un investigador británico de la Brookings Institution, el think tank de referencia para la izquierda moderada en Estados Unidos– publicó Of Boys and Men. Why the Modern Male Is Struggling, Why It Matters, and What to Do about It (“De niños y hombres. Por qué el hombre moderno está en crisis, por qué importa, y qué se puede hacer al respecto”). Su tesis contradice frontalmente el postulado woke sobre la masculinidad. Según Reeves, ser hombre hoy se ha convertido, de hecho, en un factor de desventaja en distintos ámbitos: educación, empleo, salud, bienestar psicológico, relaciones familiares, entre otros.

Ciertamente, Reeves no es el primer autor en abordar este asunto. Desde comienzos de siglo se han publicado algunos libros sobre la crisis de la masculinidad, pero centrados casi siempre en los niños y jóvenes. Es el caso de La guerra contra los chicos (2001), de Christina Hoff Sommers, Boys Adrift –“Niños a la deriva”– (2016), de Leonard Sax, o The Boy Crisis –“La crisis de los niños”– (2018), de Warren Farrell y John Gray.

Sin embargo, el libro de Reeves ha tenido más repercusión. Entre otras razones, porque lo escribe alguien con fama de progresista –aunque él se describa como un “objetor de conciencia en la guerra cultural”–, que emplea un enfoque y un vocabulario muy queridos por la izquierda actual, y que, sin embargo, sostiene algunos puntos de vista considerados “conservadores”, como la importancia de lo biológico en la configuración de lo masculino y lo femenino, los perjuicios provocados por la crianza monoparental o la conveniencia de una discriminación positiva en favor de los hombres en determinados sectores laborales.

Diferentes desde la cuna

El libro afirma sin ambigüedades –y en clara confrontación con la ideología de género– que hombres y mujeres somos diferentes por naturaleza.

Según Reeves, en la forja de la masculinidad tiene más peso lo cultural, aunque no se puede olvidar la biología

No obstante, Reeves tampoco cae en el determinismo biológico. Simplemente cree, como por otra parte apunta la ciencia y el sentido común, que tanto lo femenino como lo masculino resultan de una mezcla de factores biológicos y culturales. Sin embargo, el autor británico postula que mientras que los primeros pesan más en la identidad de la mujer (especialmente, por la “constitución maternal” de su cuerpo), el “guion” que dirige el desarrollo de lo masculino es más bien cultural: el niño tiene que terminar de aprender su masculinidad en sociedad, creando vínculos con otras personas. Tradicionalmente, la familia, el trabajo y la comunidad religiosa se los proporcionaban, y con ellos un sentido de pertenencia y de utilidad pública. El problema es que muchos varones están “en retirada” en los tres ámbitos.

La escuela, fuente de malestar masculino

Parte importante del problema tiene que ver con lo que está ocurriendo en las aulas. Los chicos van por detrás incluso antes de empezar. En Estados Unidos, el porcentaje de niñas que a los cinco años ha alcanzado la “aptitud para la escuela” (school readiness), una medida que señala el mínimo de habilidades cognitivas y no cognitivas para poder afrontar con éxito la escolarización, es significativamente superior al de los niños. En particular, ellas están muy por encima en habilidades verbales. Por contra, son mucho más frecuentes en ellos los diagnósticos de déficit de atención, dislexia o hiperactividad. También es sabido que el desarrollo de las funciones ejecutivas (las que sirven para organizar, guiar y revisar tareas, y que resultan tan importantes en el colegio), ocurre más tempranamente en las chicas que en los chicos.

Algunos factores en la organización de la escuela contribuyen a hacer de esta una fábrica de malestar masculino

Esto podría explicar parte del peor desempeño de los varones en la escuela. No obstante, algunos factores estructurales empeoran el problema. Por ejemplo, la poca presencia de profesores varones que puedan servir de modelos a los chicos (Reeves propone contratar más, incluso recurriendo a la discriminación positiva si fuera necesario), la ausencia casi absoluta de programas para reforzarles en sus puntos flacos –comparada, por ejemplo, con la profusión de iniciativas para fomentar el interés y la pericia de las chicas en las disciplinas STEM–, o el efecto negativo que tiene, especialmente para los niños, comenzar las clases muy temprano por las mañanas.

Por otro lado, tampoco ayudan las inercias que se generan dentro del aula. Varios informes señalan que la ventaja de las chicas en las pruebas estandarizadas es mucho menor que la que muestran las notas escolares, lo que puede indicar que la forma de evaluar en el colegio tiene un “sesgo femenino”, quizás por dar peso precisamente a actitudes relacionadas con las funciones ejecutivas: entregar los deberes a tiempo, ser ordenado en los exámenes, o intervenir con claridad y oportunidad en clase.

Sea por lo que fuere, el resultado es que, en prácticamente todos los países donde hay datos, los chicos suspenden, repiten curso y abandonan más, y se muestran mucho más hostiles al ambiente escolar. Lógicamente, el porcentaje de los que llegan a la universidad, y de los que se gradúan, está cada vez más lejos del de las chicas.

Fuera del mercado laboral

El peor perfil educativo de los chicos tiene consecuencias previsibles en el mercado de trabajo.

De media, desde los años 70 el salario de las mujeres ha aumentado en mayor proporción que el de los hombres, por el descenso de los sueldos en empleos poco cualificados, donde ellos son mayoría.

Por otra parte, es también conocido que los hombres han sido los grandes perjudicados de la desindustrialización de las economías (en favor del sector servicios) y de la automatización de gran cantidad de empleos. En conjunto, estos dos procesos han expulsado a muchos más varones que mujeres del mercado. Reeves propone, en este sentido, incentivar la contratación de hombres en otros sectores en auge, actualmente muy feminizados, como la salud o la administración.

A las amenazas de tipo estructural parece que se le está uniendo otra de tipo psicológico, una especie de “derrotismo laboral”: un número significativo de hombres –muchos de ellos jóvenes– están dejando no solo de trabajar, sino incluso de buscar empleo, y se resignan a la inactividad. El descenso de la fuerza laboral en Estados Unidos durante los últimos años se debe en gran medida a este colectivo.

¿Qué hacen durante el día estas personas? Basándose en estudios del gobierno de EE.UU., Nicholas Eberstadt –economista estadounidense, miembro del think tank liberal American Enterprise Institute y del Foro Económico Mundial– señala en Men Without Work (2022) que un buen número de ellos ha caído en un estilo de vida pasivo. En Estados Unidos, de las cuatro horas en que ha aumentado el tiempo libre de los jóvenes desempleados, tres se han invertido en jugar a videojuegos. Es en este tipo de personas en el que se ha extendido el consumo de opiáceos, lo que empeora el problema. Se trata, dice Eberstadt, de adultos “infantilizados”, atrapados en un laberinto cuya salida les parece cada vez más remota.

Fuera de la familia

La falta de estudios y de trabajo rebaja también las perspectivas de poder casarse. De hecho, aunque la tasa de nupcialidad ha bajado en general, lo ha hecho especialmente entre los hombres sin educación superior.

Por otra parte, cuando una pareja con hijos se rompe, solo el 30% de los padres los siguen viendo al menos una vez al mes.

Muchos hombres que han sido expulsados del mercado de trabajo se quedan fuera también del matrimonial

Todos estos datos apuntan en una misma dirección: cada vez hay más hombres excluidos –autoexcluidos, en muchas ocasiones– de la vida familiar y del trabajo. Sin embargo, según distintas encuestas, ellos y ellas todavía consideran que “trabajar mucho y poder sostener a una familia” forma parte del ideal masculino. Así pues, entre estos varones la sensación de fracaso vital es fuerte. Según distintos estudios, el hombre tiene una mayor dependencia emocional del matrimonio, y la probabilidad de que la salud física se resienta tras el divorcio es mayor en ellos que en ellas.

Pero más allá de las consecuencias para ellos mismos, la desaparición de tantos padres supone, además, una losa para los hijos. Varias investigaciones señalan que el rendimiento escolar de los alumnos criados en hogares monoparentales es peor que el de sus compañeros (incluso comparándolos solo con otros del mismo nivel socioeconómico), y tienen menor probabilidad de ascender en la escala social ya de adultos. Los dos efectos, por cierto, son más acusados entre los hijos varones.

Esto corrobora la teoría, recogida por Reeves en su libro pero que han estudiado otros investigadores, de que los niños son más sensibles que las niñas a las disfunciones en su entorno: ausencia del padre, inestabilidad matrimonial, pobreza, elevada criminalidad en el barrio, etc. Ellos son “orquídeas” (requieren de un cuidado más delicado), y ellas, “dientes de león”. Así pues, parece que el “sexo débil” es más bien el masculino; al menos, en la actualidad.

Bien es cierto que todas estas “desgracias masculinas” se ceban, fundamentalmente, con los hombres de clases bajas y medias-bajas. Para los de familias ricas, el dinero, la estabilidad familiar y las relaciones sociales ofrecen más posibilidades para escapar del laberinto del descontento y la frustración.

El hombre, víctima en la “guerra cultural”

En su libro, Reeves dedica varios capítulos a preguntarse por qué, si el fenómeno de la crisis masculina es tan evidente y grave, no existe un sentido de urgencia en el debate público. En su opinión, la culpa la tiene la “guerra cultural” entre la izquierda y la derecha. Las dos, según el autor británico, se equivocan en el diagnóstico del problema, aunque por motivos distintos.

En la izquierda, el mantra de la “masculinidad tóxica” impide con frecuencia reconocer las barreras específicas de los hombres, y algunas de sus causas estructurales, como la inestabilidad matrimonial o el cambio de paradigma laboral. Esto está llevando a muchos varones a pensar que al progresismo no le interesan sus problemas.

La guerra cultural entre izquierda y derecha exacerba visiones simplistas sobre la crisis de la masculinidad

De este sentimiento de alienación se está aprovechando, comenta Reeves, una derecha populista que ha crecido en distintos países en la última década, y a la que el autor reprocha “fomentar este descontento del varón”, presentar una “mística de lo viril” poco matizada (en la que la rudeza o la falta de emotividad son marcas de masculinidad) y olvidar las discriminaciones hacia las mujeres.

Lo cierto es que, más allá de Estados Unidos y el efecto Trump, en países como Corea del Sur, Alemania o Suecia hay un importante flujo de votos de hombres jóvenes a este tipo de partidos.

La “guerra cultural” entre bandos provoca una dinámica polarizadora, que exacerba los defectos de cada parte: cuanto más insiste la izquierda en la “masculinidad tóxica”, más se cierra la derecha a reconocer la parte de construcción social que hay en la masculinidad.

Al final, esto acaba perjudicando a los hombres, en primer lugar, y al resto de la sociedad, que necesita el aporte específico de una masculinidad positiva y “prosocial”, como la llama Reeves.

Preparar al hombre para ser padre

En una entrevista para Public Discourse con motivo de su libro, Reeves enfatizaba la necesidad de que el varón se implique más en el cuidado de los hijos, mediante una “paternidad directa”. Con esta expresión, el autor se refiere a que, incluso si el matrimonio se ha roto y es la mujer quien se queda con la custodia de los hijos, el hombre debe pasar tiempo con ellos, porque la aportación masculina es necesaria para su crianza. En estos casos, propone Reeves, debería permitirse –incluso fomentarse– que la pensión económica que el padre tiene que ofrecer a la madre pueda conmutarse por horas de cuidado de los hijos.

Ante la pregunta de la periodista de si, en vez de poner el énfasis en la “paternidad directa”, no debería fomentarse la fidelidad matrimonial, ya que parece ofrecer el mejor contexto de crianza para los hijos, Reeves contestaba: “Si consigo que más padres participen más activamente en la vida de sus hijos, puede que haya más matrimonios. Pero aunque no sea así, creo que la paternidad en sí misma es algo bueno para el hombre”.

En cualquier caso, concluía Reeves, la sociedad necesita que el varón recupere el sentido sacrificial y comunitario de su vida (entregarse a otros y sentir que otros le necesitan), algo que en tiempos pasados fue un rasgo de lo masculino. Tener hijos es el camino más directo para ello. Pero, a diferencia de la mujer, para quien la biología actúa como una llamada a la maternidad, el hombre precisa de un entorno social y cultural que le estimule y le prepare para ser padre. “Así que la pregunta es, ¿en torno a qué vamos a construir ese guion? ¿Esa sensación de ser necesario, de dar, de estar centrado en el otro? Mi respuesta es la paternidad”. Caben otras formas de entrega, se podría añadir, pero la orientación ha de ser la misma: “Crear humanidad, preocuparse por los demás, sacrificarse por los demás, dar por los demás”.

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