Pin parental y diversidad obligatoria


Publicado el 21 enero, 2020 por El sónar

¿Qué diría un padre votante del PSOE si en la escuela pública de su hijo se invitara a un representante de Vox para que explicara sus propuestas sobre la inmigración? Supongo que si se entera a tiempo se irritaría y probablemente retiraría a su hijo de esa actividad. Toda la polémica sobre el llamado “pin parental” no se plantea cuando hay sintonía de valores entre las familias y la escuela. Si los padres eligen un centro privado en función de su ideario y este se cumple, es menos probable que haya problemas. En el caso de la escuela pública lo que cabe esperar es una neutralidad ideológica en asuntos éticos controvertidos, de modo que no se imparta como doctrina oficial algo que responde a una discutible visión particular.
Lo que se plantea en el caso del pin parental de la Comunidad de Murcia es que los padres sean informados de las actividades complementarias organizadas en los centros e impartidas por personal ajeno al claustro, para que puedan dar o no su conformidad a que sus hijos participen en el caso de que afecten a sus convicciones. Tampoco sería algo excepcional, ya que hoy día se pide la autorización de los padres para asuntos mucho menos importantes, desde la asistencia a una excursión escolar hasta para hacer una foto al niño.
Aunque la orden del gobierno de Murcia se refiere a actividades en general, toda la polémica se ha centrado en los talleres sobre “diversidad afectivo-sexual” impartidos por asociaciones LGTB, muy activas en este campo. La insistencia de estas asociaciones en mantener estas actividades para todos los alumnos hace sospechar que están utilizando este cauce para difundir su particular visión de la sexualidad a un público escolar cautivo.
De hecho, ellas mismas lo reconocen y exigen. En un comunicado de hace algunos meses, la Federación Estatal de Lesbianas, Gais, Trans y Bisexuales (FELGTB), declaraba que “las consejerías de Educación tienen la obligación de garantizar que todo el alumnado, independientemente de la opinión de sus familias, reciba formación en diversidad LGTBI, así como proteger a los menores de la posible violencia familiar o de la negación de acceso a información motivada por la LGTBIfobia”. Por lo visto, no se puede confiar mucho en las familias.
Esta educación en la diversidad “afectivo-sexual, familiar y de género” se presenta como un modo de luchar contra la homofobia y el acoso en la escuela, asunto que convendría confiar a expertos como la propia FELGTB. Pero para promover el respeto a todas las personas de cualquier orientación sexual no hace falta compartir las ideas de diversidad sexual propias de estas asociaciones. Hoy día en que se habla tanto del respeto a los distintos tipos de familia, habría que respetar también a las familias que tienen una visión distinta de la sexualidad.
Hay muchos padres, de derechas y de izquierdas, que no quieren que en la escuela se inculque una visión de la sexualidad y de la afectividad contraria a lo que se enseña en casa. Ni que la escuela pública se utilice como altavoz de una ideología de género, que debe ganarse sus adeptos en libre debate en la arena pública, no transmitida como doctrina oficial en los centros educativos.
Para ningunear a los padres en este asunto, algunos invocan “el interés superior del menor”, que exigiría recibir esta enseñanza –impartida por ellos, claro está– para garantizar “su derecho a saber”. Pero ¿qué diríamos si la Iglesia católica se empeñara en que la clase de religión fuera obligatoria para garantizar el derecho a saber de todos los alumnos en materia religiosa y superar así la fobia antirreligiosa de algunos?
En realidad, los padres que se resisten a ser dejados de lado en este asunto no están en contra de que sus hijos reciban una educación afectivo-sexual, sino de que se les enseñe con criterios que no comparten. Y sin duda conocen más a su hijo y están más interesados en su bienestar que los políticos y los activistas que pretenden saber mejor lo que le conviene.
Es verdad que los hijos no son propiedad de los padres, como tampoco de los políticos ni de los profesores. Pero es a los padres a los que la Constitución española garantiza el derecho a “que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones”. Y parece que la concepción de la sexualidad no es ajena a la moral.
Para descalificar la idea del pin parental, el gobierno habla de “veto”, de censura al profesorado. Pero la petición de que no se adoctrine a los hijos en la escuela en materias éticas controvertidas no supone un veto, sino una exigencia de neutralidad ideológica. Cuando estamos ante un público obligado, como es el de la escuela, hay que cuidar especialmente la objetividad y el respeto a las distintas sensibilidades. La censura existe cuando para defender una doctrina oficial se privilegia una sola voz y se excluye como “fobia” cualquier otra que pueda cuestionarla. Y todo indica que en muchas escuelas esta «educación en la diversidad» parece subcontratada con asociaciones LGTB.
Es fundamental que haya confianza entre el profesorado y las familias. Los padres no tienen por qué inmiscuirse en temas propiamente académicos. Pero eso exige también que la escuela pública no se convierta en caja de resonancia de ideologías de ningún género, y que respete la diversidad de convicciones que hoy se da entre las familias.
Ignacio Aréchaga


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