Hablábamos de eutanasia y llegó el coronavirus



Parece una ironía macabra. La primera proposición de ley que presentó el gobierno de Pedro Sánchez a finales de enero al inicio de la legislatura fue la ley de eutanasia. Y ahora se encuentra luchando con todas sus fuerzas para evitar que la gente se muera.
Con el coronavirus, muchas cosas que antes parecían importantes y polémicas ahora resultan irrelevantes. El gobierno presentó la eutanasia como un nuevo derecho, un ejercicio de la autonomía del paciente, aquejado de una enfermedad grave e incurable, que le ocasiona un sufrimiento físico o psíquico insoportable. Ahora lo que está en juego es si dispondremos de medios para garantizar el derecho a ser cuidados. En estos momentos el sufrimiento del paciente proviene de no saber si dispondrá de un respirador y de una cama en la UCI cuando los necesite para salvar la vida, y no de si habrá alguien dispuesto a liberarle de la enfermedad grave con una inyección letal.
La eutanasia se ha vendido como la respuesta a una demanda social que quiere tener este comodín ante una muerte hipotéticamente dolorosa. Pero el apoyo a la eutanasia suele provenir de una población con buena salud que ve la muerte como algo lejano, casi como un problema de viejos. Ahora, en cambio, la muerte se ve como una amenaza inminente para todos. Y lo que pide la sociedad es alejar esa amenaza con los medios terapéuticos adecuados. Nadie quiere prevenirse ahora contra un supuesto ensañamiento terapéutico, sino que se reclama más personal sanitario, más recursos, más cuidados.
Incluso se ve de otro modo a la población anciana. Las propuestas de eutanasia dan por supuesto que son legión los ancianos privados de las ganas de vivir, aquejados de senilidad, de enfermedades incapacitantes o dolorosas, y que verían la eutanasia como una liberación. Hasta tal punto que, si ellos ya no están en condiciones de pedirla, se les haría un favor si entre el médico y los familiares se acordase esa eutanasia no pedida. Ahora, cuando los más mayores son las víctimas preferidas del coronavirus y las residencias de ancianos se han transformado en territorios peligrosos, nadie quiere ver desaparecer a sus mayores aunque tengan ya poca esperanza de vida. La idea de que la eutanasia es una garantía de muerte digna resulta irrisoria en una situación en que muchos enfermos están muriendo solos, sin que sus familiares puedan despedirlos, sin el consuelo colectivo de un velatorio y un entierro con familiares y amigos, y con listas de espera para una cremación.
La vulnerabilidad de los enfermos ante un posible final trágico muestra también hasta qué punto es irreal la supuesta autonomía del paciente terminal. Los propugnadores de la eutanasia la presentan siempre como la decisión meditada y racional de un sujeto que ejerce su libertad, sin presiones ni condicionamientos, que opta por abandonar la vida ante un sentimiento íntimo de indignidad por la pérdida de facultades. Pero en una emergencia como la actual, cuando uno puede estar sano un día y tres días después internado en una UCI, los límites de la autonomía son bastante evidentes. Si uno perdiera su dignidad por depender de los cuidados de otros, habría que preguntar a los enfermos internados si no prefieren una “muerte digna”.
Ante la intensidad de la pandemia, todos hemos agradecido el esfuerzo y el coraje del personal sanitario, que se multiplica para atender a los enfermos, exponiéndose también al contagio. El enfermo se pone en sus manos con la confianza de que van a hacer todo lo posible para sacarlo adelante, aunque uno ya no pueda tomar decisiones. Pero esta confianza quedaría muy mermada si, en virtud de la eutanasia, el personal sanitario pudiera decidir si estamos ya ante una vida que no vale la pena ser vivida. Porque una cosa es la limitación del esfuerzo terapéutico cuando ya es inútil, y otra aplicar al paciente los propios criterios sobre las condiciones de una vida digna.
En condiciones normales, la idea de la eutanasia aparece como un instrumento para controlar el modo de morir. Pero la pandemia de coronavirus ha revelado nuestros límites ante una mortalidad fuera de control. Así que puede ser la oportunidad para repensar nuestra actitud ante el final de la vida, de modo que la propuesta de ley de eutanasia sea la última víctima del coronavirus.
Artículo de Ignacio Aréchaga

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