El profesor gris.
Esta es una historia basada en hechos reales:
Érase un profesor gris. Entraba cada día por la puerta del aula con la mirada perdida. Algunos alumnos le esperaban dentro, sentados en las mesas o tirándose papeles. Otros entraban corriendo y gritando desde el pasillo.
El profesor se sentaba en su silla sin hacer ruido, con premura, como si quisiera empezar y acabar pronto. Comienza a hablar, y el escándalo de la clase pasa a ser murmullo, y casi silencio. Habla del tema que le ocupa, según su agenda semanal. Sabe qué tiene qué decir, y no oye lo que tiene alrededor. El grupo de alumnos lo ignora, igual que él ignora a sus alumnos. No hay comunicación, pero no se echa en falta. Los alumnos hablan entre ellos, en pequeños grupos. Unos escuchan música con el móvil, otros miran Instagram. No atienden. No toman nota. No escuchan.
El profesor habla de manera monótona, sin altibajos, como un repiqueteo pesado de palabras que suena, pesado y rutinario. No llama la atención a ningún alumno, ¿para qué? Su mirada va del papel al infinito, cuando mira al fondo de la clase, que no se sabe dónde mira, con la mirada perdida. Así, toda la hora, en una verborrea suave y fría. Al cabo de una hora suena el timbre. Se levanta. Su trabajo en esta aula ha terminado. Se dirige a otra clase. Así cinco veces seguidas en la mañana, veinte veces a la semana, ochenta veces al mes, otras tantas al año.
Es el profesor quemado. Empezó como todos, con ilusión, con vocación. Pero todos le abandonaron, y su ilusión se perdió. Su único descanso era esa media hora de café, escondido en esa cafetería del pueblo, donde solo unos pocos saben que se refugia, donde se aleja de la claustrofóbica cantina, en la que la atención prioritaria a cientos de alumnos, junto con las peticiones de tostadas de los profesores, tan personalizadas y gurmeteadas, supone una espera insoportable cada mañana, pesada, hambrienta y monótona.
Francisco Amós Tomás Pastor
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